El día había llegado, después de tanto tiempo estudiando la agenda en la búsqueda de unas fechas libres, ahí estaba. Las ganas eran mayores de lo que podía suponerse y el sol acompañaba su estado de ánimo. Sonó el teléfono y contestó pensando equivocadamente en la persona al otro lado de la línea, pero no era ella. Tanta planificación, tanto esmero en cuidar cada detalle se vieron truncados por la conversación mantenida en aquella llamada. Un asunto importante en su trabajo, del cual dependía la aprobación de un proyecto, tenía que ser resuelto antes de que empezara el mes próximo; eso significaba que aquel era el último día en que se podía resolver, sin excusas su mente empezó a cavilar. La tristeza le invadió por unos instantes pero no había más remedio, tendría que llamarle y comunicar tan desastrosa noticia.
Al principio, como es natural, no se lo creyó; aunque le aseguró que solamente se retrasaría un día, esas veinticuatro horas se harían eternas. Le dijo que no cambiara nada, que fuera ella, que no esperara para llegar al mismo tiempo, debía disfrutar de ese entorno ideal ya que en realidad, lo tenían todo pagado de antemano y estaba allí, esperándola. Le costó convencerla, pero le saco la promesa de que sí iría.
La mañana fue un constante ajetreo; llamadas, memorándums, reuniones, directrices discutidas ferozmente, alternativas a cada posible problema que se pudiera plantear y las soluciones finales. Hicieron un descanso para comer y quedaron en reunirse por la tarde con los posibles clientes. Hablaron y hablaron, hubo un toma y daca sobre unos apuntes mínimos del trabajo y estrechamiento de manos concluyendo, por fín, la odisea de jornada además del dolor de cabeza que le acompañó al ver alterados todos sus planes. Miró la hora y se sorprendió. Cómo era posible que habiendo empezado el encuentro a las cinco de la tarde, éste hubiera durado hasta las diez de la noche? La presión había sido tal que las horas pasaron en un suspiro.
Una vez en casa, le llamó comentándole que todo había ido bien, le preguntó qué tal había transcurrido su día y charlaron durante unos minutos de varios temas. Al despedirse quedaron en verse a media mañana del día siguiente, madrugaría un poco y aprovecharían para darse una vuelta antes de ir a comer. Colgó con una sonrisa traviesa en su cara. Tenía en mente otros planes muy diferentes y lo último que se le había pasado por su mente era comentárselos a ella.
Las maletas estaban preparadas y listas para llevárselas desde la mañana, las metió en el maletero y encendiendo el motor del coche se dirigió al destino pensado durante tanto tiempo. Llegó a las dos de la madrugada. La ventaja de haber manejado todo el papeleo, haciendo reserva y ocupándose de todo, se veía ahora recompensado: tenían su nombre y ella sabía el número de la habitación. El esquema mental se iba desarrollando de forma efectiva y delante del mostrador de recepción pidió la llave de la suite 311. Con ella en su poder, enfiló hacia el ascensor con relativa prisa.
A esas horas el sueño sería profundo, conocía sus costumbres y lo más pronto que se solía acostar era la una y media de la madrugada por lo que se habría adentrado en una fase del descanso donde lo más difícil es que se enterara de lo que sucedía a su alrededor.
El sonido de la tarjeta al abrir la puerta fue seco y duro con un volumen de sonoridad alto debido al sepulcral silencio que acompaña a la noche. Entró sin hacer ruido y durante unos instantes, se mantuvo de pie parada para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Allí estaba, tumbada de medio lado, con una sábana que ocultaba mínimamente su cuerpo. Se desnudó acercándose de forma sigilosa al lecho; se inclinó y, como a cámara lenta, fue desplazando la sábana hacia un lateral de la cama. Por suerte el calor de la estancia provocaba un ambiente cálido y no se inmutó.
Estaba situada detrás suya y su mano izquierda se dirigió al empeine de su pie; con los dedos índice y corazón fue delineando su silueta, pasando lentamente por su tobillo, llegando a la rodilla y deteniéndose, un par de besos en ella para ir comprobando las primeras sensaciones de su cuerpo. Siguió subiendo con sus dedos por su pierna llegando a la curva de su cadera, los besos se iban depositando uno detrás de otro, dejándoles caer por delante y por detrás en esa zona delimitada. La ascensión continuaba y las yemas apenas rozaban su piel, accedieron despacio, muy despacio a la curvatura de su seno; los besos también eran necesarios allí, no podía dejar que se enfriara y sentía cómo reacciona con cada reposo de sus labios. La mano se situó en el hombro y en su camino hacia el cuello, notaban claramente cómo la piel se erizaba diluyéndose como los granos del desierto en el caminar a lo largo de una senda. En la nuca, la mano dio su testigo definitivo a la boca. Los besos se alternaban con imperceptibles mordisquitos que empezaron en el nacimiento del cabello, pasando por su delicado cuello y llegando a la comisura de sus labios.
Labios en donde una muralla impedía el paso hacia un lugar más cálido y acogedor, más húmedo y caliente. Ligeramente con su lengua le rozó esa barrera de marfil. Lentamente y despacio, muy despacio empezó a abrirse dejándole pasar. En ese instante ella abrió los ojos y sus miradas se cruzaron; en ellos había una sonrisa y un mensaje: y es que la noche, la noche acababa de empezar...
Al principio, como es natural, no se lo creyó; aunque le aseguró que solamente se retrasaría un día, esas veinticuatro horas se harían eternas. Le dijo que no cambiara nada, que fuera ella, que no esperara para llegar al mismo tiempo, debía disfrutar de ese entorno ideal ya que en realidad, lo tenían todo pagado de antemano y estaba allí, esperándola. Le costó convencerla, pero le saco la promesa de que sí iría.
La mañana fue un constante ajetreo; llamadas, memorándums, reuniones, directrices discutidas ferozmente, alternativas a cada posible problema que se pudiera plantear y las soluciones finales. Hicieron un descanso para comer y quedaron en reunirse por la tarde con los posibles clientes. Hablaron y hablaron, hubo un toma y daca sobre unos apuntes mínimos del trabajo y estrechamiento de manos concluyendo, por fín, la odisea de jornada además del dolor de cabeza que le acompañó al ver alterados todos sus planes. Miró la hora y se sorprendió. Cómo era posible que habiendo empezado el encuentro a las cinco de la tarde, éste hubiera durado hasta las diez de la noche? La presión había sido tal que las horas pasaron en un suspiro.
Una vez en casa, le llamó comentándole que todo había ido bien, le preguntó qué tal había transcurrido su día y charlaron durante unos minutos de varios temas. Al despedirse quedaron en verse a media mañana del día siguiente, madrugaría un poco y aprovecharían para darse una vuelta antes de ir a comer. Colgó con una sonrisa traviesa en su cara. Tenía en mente otros planes muy diferentes y lo último que se le había pasado por su mente era comentárselos a ella.
Las maletas estaban preparadas y listas para llevárselas desde la mañana, las metió en el maletero y encendiendo el motor del coche se dirigió al destino pensado durante tanto tiempo. Llegó a las dos de la madrugada. La ventaja de haber manejado todo el papeleo, haciendo reserva y ocupándose de todo, se veía ahora recompensado: tenían su nombre y ella sabía el número de la habitación. El esquema mental se iba desarrollando de forma efectiva y delante del mostrador de recepción pidió la llave de la suite 311. Con ella en su poder, enfiló hacia el ascensor con relativa prisa.
A esas horas el sueño sería profundo, conocía sus costumbres y lo más pronto que se solía acostar era la una y media de la madrugada por lo que se habría adentrado en una fase del descanso donde lo más difícil es que se enterara de lo que sucedía a su alrededor.
El sonido de la tarjeta al abrir la puerta fue seco y duro con un volumen de sonoridad alto debido al sepulcral silencio que acompaña a la noche. Entró sin hacer ruido y durante unos instantes, se mantuvo de pie parada para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Allí estaba, tumbada de medio lado, con una sábana que ocultaba mínimamente su cuerpo. Se desnudó acercándose de forma sigilosa al lecho; se inclinó y, como a cámara lenta, fue desplazando la sábana hacia un lateral de la cama. Por suerte el calor de la estancia provocaba un ambiente cálido y no se inmutó.
Estaba situada detrás suya y su mano izquierda se dirigió al empeine de su pie; con los dedos índice y corazón fue delineando su silueta, pasando lentamente por su tobillo, llegando a la rodilla y deteniéndose, un par de besos en ella para ir comprobando las primeras sensaciones de su cuerpo. Siguió subiendo con sus dedos por su pierna llegando a la curva de su cadera, los besos se iban depositando uno detrás de otro, dejándoles caer por delante y por detrás en esa zona delimitada. La ascensión continuaba y las yemas apenas rozaban su piel, accedieron despacio, muy despacio a la curvatura de su seno; los besos también eran necesarios allí, no podía dejar que se enfriara y sentía cómo reacciona con cada reposo de sus labios. La mano se situó en el hombro y en su camino hacia el cuello, notaban claramente cómo la piel se erizaba diluyéndose como los granos del desierto en el caminar a lo largo de una senda. En la nuca, la mano dio su testigo definitivo a la boca. Los besos se alternaban con imperceptibles mordisquitos que empezaron en el nacimiento del cabello, pasando por su delicado cuello y llegando a la comisura de sus labios.
Labios en donde una muralla impedía el paso hacia un lugar más cálido y acogedor, más húmedo y caliente. Ligeramente con su lengua le rozó esa barrera de marfil. Lentamente y despacio, muy despacio empezó a abrirse dejándole pasar. En ese instante ella abrió los ojos y sus miradas se cruzaron; en ellos había una sonrisa y un mensaje: y es que la noche, la noche acababa de empezar...